Proemio de una tentativa
Por Leonardo Venta
Recientemente conocí a una joven universitaria con gran pasión por la literatura. Sostuvimos un hilo dialógico sazonado por un gusto aparentemente afín. Me recomendaba libros de Isabel Allende; casi recitaba, con admiración incontenible, apellidos como Borges, Paz, Vargas Llosa, García Márquez – significantes que ni siquiera necesitan de Jorge Luis, Octavio, Mario o Gabriel, para sugerirnos reverenciados significados que rescatan del anonimato nombres propios sumamente transitados –, orondos moradores de ese olimpo literario en que reina el austero monarca Canon.
Pero, literariamente, ¿quién es ese reverenciado soberano Canon? No, no es una persona, aunque responde a la preferencia de un grupo de individuos llamados académicos. El término, de origen griego, que corre los riesgos potenciales de la arbitrariedad – determinado por los patrones de quienes lo establecen –, excluye o incluye determinadas obras literarias dentro de un selecto grupo hegemónico, convirtiéndolas en el objeto privilegiado de lectura y estudio, abriendo así la brecha para una periferia ocupada por otras obras, menos afortunadas, fuera del perímetro que delimita dicho canónico reinado.
Volviendo a la anécdota de mi fortuito encuentro, me extasiaba al descubrir tanta sabiduría hermanada con la belleza en un ser no llegado aún a la madurez, según su edad. Mientras ella hablaba de literatura, con aquellos ojos pardos radiantes, que se disolvían en su cadencioso acento caribeño, yo pensaba en Paradiso de José Lezama Lima, novela que leía a la sazón, al mismo tiempo que anhelaba que su aluvión verbal arrastrase consigo el cosmos lezamezco a la plática, que se convertía, por la ausencia de intercambio, casi en un monólogo.
No quería interrumpirla, pues, a golpe de repetidas torpezas, he aprendido que es más sabio y prudente escuchar que ser escuchado. La joven mencionó, entonces, a Paulo Coelho, el escritor brasilero, célebre por su novela El Alquimista. Sonreí, asintiendo al mérito del escritor con lacónico gesto, mientras esperaba ansioso que ella nombrara al anhelado Lezama. Infructuosa espera.
Mientras yo ya sólo pensaba en la mágica intemporalidad lezamezca, y cabalgaba sobre la montura de su alado Pegaso, ceñido a su dromomaniaca imaginación de “peregrino inmóvil” – que se plisa desde el soleado Calabazar habanero del siglo XX, la próspera Mileto griega, para zambullirse en la piscina de Siloé, en las afueras del místico Jerusalén, y meditar en el templo budista japonés de Kajuraho –, cometí el disléxico desliz, originado por mis digresiones interiores, de embrollar el nombre de Coelho con el del italiano Umberto Eco, autor de El nombre de la rosa, novela publicada en 1980, el mismo año en que renuncié a mis palmeras tropicales para respirar un poco del soberano gris del exilio.
La joven me contempló concedidamente, me habló del simbolismo en El Alquimista, de lo que ella creía era su valor filosófico, como ayudándome a levantar del resbalón de mi desacertado pronunciamiento; mientras yo, en mi mente, seguía insistiendo en el enigma de Paradiso, en los personajes de Foción y Fronesis; trataba de desenmarañar toda la madeja de estos caracteres en su relación con el protagonista José Cemí, trasunto de Lezama. Repasaba la imagen de la buena criada Baldovina, la egregia abuela Augusta, la idolatrada Rialta, mientras imaginaba la senectud en proscripción de Eloisa, la hermana del genial escritor, de la cual había leído el entrañable y espacioso prólogo de Paradiso. Pensé, también, en Oppiano Licario, la novela inconclusa que le seguía, publicada póstumamente en 1977, y en cómo ésta podría esclarecer o enmarañar más mi interpretación de su predecesora.
La joven me hablaba, pero ya no la escuchaba. Estaba absorto en mis pensamientos. Algo desencantada, decidió despedirse. Desperté de mi éxtasis, al inhalar su irremediable despedida, para lanzar la contenida e imperiosa pregunta: ¿Conoces al escritor José Lezama Lima?... Me miró con la timidez de la ineptitud, ladeando la cabeza en gesto de negación. Pensé en el canon, en la función del escritor, en la luz y en las tinieblas. De ahí nace mi determinación de escribir sobre uno de los escritores más significativos y menos leídos de la literatura hispanoamericana del pasado siglo: José Lezama Lima.
( ll )
En la ventana con un Gallo de Mariano
Tanteando a Lezama Lima
Por Leonardo Venta
Este 2010, el 19 de diciembre, se conmemora el centenario del natalicio de José Lezama Lima, el gran poeta, narrador y ensayista cubano, forjador de una de las letras más pulcras y elaboradas del pasado siglo. Soberano de la metáfora, Lezama lega una obra cumbre a la literatura universal: Paradiso.
Aunque se le han dedicado tesis y libros, homenajes y coloquios, artículos y reseñas, Lezama sigue siendo incomprendido, depuesto, soslayado – por su hermetismo, quizá –, a pesar de haber universalizado lo más acendrado de su isla amada.
Oscuro pero iluminado; incomprensible, a veces, pero espléndido; ambiguo pero familiar; poco leída su obra – como la de sor Juana, nuestra décima musa americana, barroca y gongorina como él –, su nombre estimula fútiles pláticas mientras sus textos pernoctan abatidos rincones intransitados de bibliotecas y librerías.
Pero recorramos un poco su vida, con el anhelo de que pueda despertar en nosotros el deseo de escudriñar su obra. José María Andrés Fernando Lezama nació en el campamento Columbia, en donde su padre, hijo de un vasco con una cubana, coronel de artillería e ingeniero, llegó a ser figura clave. Su madre, Rosa, hija de emigrados revolucionarios, cató el mismo hosco almíbar del exilio (en el floridano Jacksonville) que en variado sorbo muchos proscritos de cualquier nacionalidad disimuladamente bebemos.
Recién había cumplido el pequeño José 8 años cuando pierde a su padre – a la edad que tenía Cristo cuando fue crucificado –, víctima de la influenza, mientras rendía servicios militares en Fort Barrancas, Pensacola. Esa imprevista pérdida causó un indecible impacto en el ánimo del futuro poeta. “Sin duda el sentimiento de soledad influía por los residuos que había dejado en mi vida la muerte de mi padre”, declara Lezama a EFE.
Su madre, Rosa Lima, se afirma como bastión familiar. “Veo siempre a mamá joven que se sonríe y que cuida de nuestros sueños”, comenta el poeta. Rosa jadea para exprimir la pensión que recibía por su viudedad y mantener con dignidad a Bolín, el apodo de Lezama cuando chiquillo, así como a Rosa, su retoño mayor, y a Eloisa, la hija más pequeña.
El entrañable e indeleble lazo que entreteje el materno cordón umbilical con la criatura, no dejó nunca de anudar madre e hijo. De ese vínculo nació una de las espiraciones más admirables de la literatura del siglo XX. La madre fue el decisivo acicate para que el hijo escribiese la novela que lo consagrara, aunque es válido aclarar que no hay migajas recusables en la producción lezamesca.
“Y es Paradiso el homenaje post morten que mi hermano rinde a nuestra madre, que agonizando le pidió que escribiera la novela de la familia”, apunta Eloisa, hermana de Lezama, quien falleció, a los 91 años de edad, el pasado jueves 25 de marzo de 2010 en su exilio de Miami. Luego agrega la profesora universitaria y escritora, en el prólogo a la novela que preparó para la editorial Cátedra: “…Paradiso se apresura y llega a un clímax en el proceso de escribirlo a la muerte de Rosa Lima, nuestra madre, para disfrutarla en sus más genuinas anécdotas y así volverla a tener en presencia y ausencia en ese Eros de la lejanía”.
En su Magnum Opus, Lezama redime, resucita a su madre; la encumbra; la enaltece a través del nombre de Rialta, que según Eloisa, es el más poético del libro. “El nombre está tomado del puente Rialto, en Venecia. El puente que unía a Lezama Lima con la realidad era su madre”, agrega la prologuista.
El 9 de agosto de 1976, Lezama fallece en un hospital de La Habana de una pulmonía. Según el chileno Jorge Edwards, premio Cervantes 1999, “Lezama se había exiliado en su lenguaje creativo, en ese pasado cubano elaborado por el lenguaje, y se había llevado su exilio a la tumba”. Lo que confirma que el término insilio, exilio hacia adentro, es un mal tristemente frecuentado.
Poema.
MUERTE DE NARCISO
José Lezama Lima (1937)
Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.
Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda la fuga
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?
Rostro absoluto, firmeza mentída del espejo.
El espejo se olvida del sonido y de la noche
y su puerta al cambiante pontífice entreabre.
Máscara y río, grifo de los sueños.
Frío muerto y cabellera desterrada del aire
que la crea, del aire que le miente son
de vida arrastrada a la nube y a la abierta
boca negada en sangre que se mueve.
Ascendiendo en el pecho sólo blanda,
olvidada por un aliento que olvida y desentraña.
Olvidado papel, fresco agujero al corazón
saltante se apresura y la sonrisa al caracol.
La mano que por el aire líneas impulsaba,
seca, sonrisas caminando por la nieve.
Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol
enterrando firme oído en la seda del estanque.
Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.
Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.
Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas
islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.
El río en la suma de sus ojos anunciaba
lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo convertía.
Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,
arco y cestillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel.
Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.
Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira por espaldas que nunca me preguntan, en veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.
Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla
y como la fresa respira hilando su cristal,
así el otoño en que su labio muere, así el granizo
en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,
que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago
le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.
La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa
extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.
Fronda leve vierte la ascensión que asume.
¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,
que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?
¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?
Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,
los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo y la doncella.
Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,
forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona sumergida.
Triste recorre -curva ceñida en ceniciento airón-
el espacio que manos desalojan, timbre ausente
y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.
Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas
batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.
Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.
Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso atlas.
Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago en sus venas.
Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.
Orientales cestillos cuelan agua de luna.
Los más dormidos son los que más se apresuran,
se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre frentes y garfios.
Estirado mármol como un río que recurva o aprisiona
los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de noche.
Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.
Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube que es espejo.
Frescas las valvas de la noche y límite airado de las conchas
en su cárcel sin sed se destacan los brazos,
no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos
confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la frente.
Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran
al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.
Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente a su sonido
en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos soterrados.
Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.
Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el invierno
tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta.
Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,
despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,
guiados por la paloma que sin ojos chifla,
que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.
Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre ardido
el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo apuntalado.
Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica
destilan o más firmes recurvan a la mudez primera ya sin cielo.
La nieve que en los sistros no penetran, arguye
en hojas, recta destroza vidrio en el oído,
nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,
huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques rosados.
Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos,
donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado cabecea.
Más esforzado pino, ya columna de humo tan agudo
que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.
Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados.
Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan perfiles,
labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus caderas.
Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de palomas
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes.
Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire, espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto no ofreciendo.
Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio convertido.
La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,
abre un olvido en las islas, espadas y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.
Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.
Sí se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.
Si declama penetra en la mirada y se fruncen las letras en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.
Te felicito querido amigo por tu homenaje a tan excelso intelectual, el escritor cubano, José lezama Lima.
ReplyDeleteBendiciones,
Dinorah
Dinorah,
ReplyDeleteGracias a ti por incluir mis escritos en tu blog. Fue un placer leerme dentro de un marco creado por ti, siempre acompañado del bendecido aroma que destila tu sensibilidad de artista.